Dos cabos sueltos
Jordi Gracia
Entre los múltiples cabos sueltos que quedaron en la redacción final de mi biografía de Ortega y Gasset (Taurus, 2014) hay dos que me inquietan y hasta me intranquilizan todavía hoy. O mejor dicho, en particular hoy, porque uno de ellos ha sido planteado como interrogante o como reflexión por parte de algunos lectores, en privado y en público o por escrito. El primer cabo suelto es sencillo pero también desasosegante, además de intrigante, pero afecta a un lugar crucial de la obra y el pensamiento de Ortega. En las primeras páginas de lo que acabó siendo, por fin, el primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, se aduce una cita de la máxima autoridad que no existe en la fuente aludida, o yo no he sabido localizar. El párrafo en el que va inserta esa cita es muy importante, pero también el proceder de Ortega es completamente atípico en su obra, tan poco dado a reconocer expresamente deudas intelectuales y tan remiso a citar textos ajenos. Pero el párrafo al que aludo lleva nada menos que dos citas, que lo abren y cierran. La segunda es de Giordano Bruno y no ha de sorprenderle a nadie como cita de autoridad de un pensador de treinta años, con formación filosófica solvente y dispuesto a pelearse contra el sistema entero, político y social, pero también filosófico y académico.
La cita verdaderamente intrigante sin embargo es la primera porque remite a la Biblia, que es fuente rarísima de saberes o de certidumbres en un ateo tan intransigente como discreto. El lector recordará sin duda que la formulación rotunda de Ortega “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” viene seguida de unas palabras presuntamente bíblicas: “Benefac loco illi quo natus es”. Pero yo no he encontrado esa cita en la Biblia ni he localizado rastro alguno de que nadie la haya localizado. Lo confieso con esta transparencia, precisamente porque el ofrecimiento de esta revista puede abrir el diálogo sobre esa extraña fuente de legitimidad que Ortega inventa para la idea central de su pensamiento. ¿Se confundió? ¿Citaba de memoria otra cosa y le saltó a la pluma la Biblia? En los buscadores actuales de Internet la frase, con las variantes que se quieran, no aparece o yo no he sabido dar con ella. Pero eso no disipa la intriga: ¿era necesario presentar el núcleo de su pensamiento vinculándolo a la cita de autoridad más alta en la España de su tiempo? ¿Qué función cabe asignar a la asociación entre la semilla de su pensamiento no trascedente con el Libro fundador de la trascendencia misma en la tradición occidental? Mi hipótesis –atrevida e indemostrable- es que Ortega no se confunde de referencia; protege una ideología a ras de suelo como la suya con una cita bíblica que nadie se tomará la molestia de verificar y nadie sabe de dónde procede (pero tampoco nadie cuestionará). Esa cita ratifica además el proyecto de transformación social y política al que las Meditaciones prestan su estructura filosófica y su armazón intelectual. Este joven Ortega de treinta años, entre 1913 y 1914, trabaja a dos bandas, la política y la filosófica, pero sobre todo sabe que la acción política y la acción social necesitan fundar su legitimidad en un sistema filosófico que la avale y la dote de coherencia. Y eso es lo que ofrece en Meditaciones. Pero el embrión de una filosofía sistemática de la existencia (en la que la trascendencia no tiene papel alguno) llega ratificado y respaldado con una frase bíblica inventada y, por cierto, contradictoria con el mensaje esencial de la misma Biblia. ¿Se ha atrevido Ortega a dejar metido en Meditaciones un inmenso bromazo que funge además de imbatible blindaje para su propio pensamiento? No se me ocurre otra explicación plausible.
El segundo cabo suelto tiene otro aire y afecta a otra dimensión más abstracta. Cuando me preguntaron una vez si Ortega era el principal filósofo español me quedé unos segundos callado y contesté con otra pregunta: ¿hay otro? Por supuesto, hay otros, los hubo en su tiempo y los ha habido después, desde las angustias metafísicas de Unamuno o las exploraciones turbadas en la razón poética de María Zambrano hasta la hermética averiguación del límite que arrebató a Eugenio Trías en sus últimos veinte años de existencia. Y sin embargo, no parece que ninguno de ellos, y otros posibles, puedan equipararse en trascendencia social y civil con la obra de Ortega. En España no hay duda de que es el primer filósofo, y lo supimos con certeza definitiva de forma póstuma, cuando fue posible leer el manuscrito prácticamente acabado de La idea de principio en Leibniz o cuando quedó completada la aproximación a una filosofía de la historia estrechamente conectada con lo más valioso de la modernidad. Desde el enfoque español, por tanto, no parece haber demasiado margen para la duda.
Otro problema distinto es el lugar que ocupa el pensamiento de Ortega en la modernidad filosófica. Es fácil improvisar una respuesta: en su obra no existe ni el hallazgo genial de Husserl ni la potencia analítica y especulativa de Heidegger. Hasta ahí es posible que nadie discuta esa jerarquía. ¿Es suficiente para desplazar a Ortega del mejor canon filosófico de la Europa del siglo XX? ¿Es cierto que no pasa de ser un divulgador filosófico o un pedagogo de alto nivel en el raso contexto de la cultura filosófica española? Mi formación de filólogo tocado por la historia cultural e intelectual no me deja contestar con ninguna certidumbre ni el menor aplomo. Pero precisamente como mero lector de filosofía contemporánea, el puñado de propuestas filosóficas de Ortega y el puñado de lecturas de la tradición idealista no me parecen meras aproximaciones divulgativas sino relecturas fundadas en una óptica nueva, no metafísica ni trascendente, que merece ser atendida como propuesta radical y radicalmente materialista y empírica, desnudamente liberada de la ilusión fantasiosa de una trascendencia o una esencia inexpugnable, y batalladoramente entregada a la comprensión cabal, contingente y racional de la existencia humana. Cuando Ortega relee a Platón o relee a Kant, pero sobre todo cuando relee a Heidegger, está postulando en el frontón de esas obras una aproximación plebeya a la filosofía y el pensamiento, plenamente consciente de la naturaleza plebeya de su propuesta.
Y esa es quizá una de las razones íntimas para que dejase inéditos los dos mamotretos filosóficos de su madurez: su propuesta de radical antimetafísica escapaba del umbral de crédito de que Ortega podía gozar en las élites culturales europeas. Podía analizar con brillantez el fenómeno de las masas, podía incluso proponer una filosofía de la historia que retomase lo mejor de Dilthey, pero atreverse a desmontar desde la raíz dos mil quinientos años de tradición filosófica idealista solo serviría para expulsarlo de la corte de los filósofos y desplazarlo al lugar de los ensayistas y pensadores sin categoría de filósofos, glosadores de las cosas humanas desde el incendio retórico de Nietzsche o desde la bonhomía humanista de Albert Camus. Pero fuera del circuito de la filosofía verdadera, fuera de la filosofía metafísica. Ese fue posiblemente el combate más hondo de Ortega en La idea de principio en Leibniz, como lo fue desde las Meditaciones de 1914 contra toda trascendencia: desactivar la ilusión o la fantasía de la tradición idealista, tanto en su vertiente religiosa como en su vertiente filosófica. ¿Tan errado iba este Ortega convincente y persuasivo en su propósito de no comulgar con prejuicios esencialistas o con conjeturas nacidas de la necesidad o del miedo? Su filosofía es valiente por muchas razones, pero una de ellas es que no disfraza la crudeza de lo real y lo caduco de la condición humana como mortalidad en marcha pero además toma de esa conciencia y de esa lucidez la fuente de la felicidad. O cuando menos de la tranquilidad ética e ideológica de no mentir a los demás ni engañarse a sí mismo.
Jordi Gracia (Barcelona, 1965) es catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona y colaborador habitual de El País. Ha publicado varios libros de historia intelectual y entre ellos, Estado y cultura (1996), La resistencia silenciosa, premio Anagrama de Ensayo 2004 y premio Caballero Bonald 2005, A la intemperie, con nuevas perspectivas en torno al exilio, y La vida rescatada de Dionisio Ridruejo en 2008. También ha escrito un ensayo sobre heterodoxos catalanes, Burgesos imperfectes, y es coautor con Domingo Ródenas del tomo de historia de la literatura española, Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010. De 2011 es su panfleto contra el catastrofismo cultural sistemático, El intelectual melancólico, y en 2014 ha aparecido su biografía de José Ortega y Gasset (Taurus).